27 mar 2010

allá en el día d


Rosa, gracias por acompañarnos desde la distancia. Te nombramos en el acto, claro que sí. Te mando el link del diario local, vas a ver abajo un album con algunas imágenes.

Un beso y un recuerdo grande,
Rubén
http://www.lacapital.com.ar/
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/index-2010-03-02.html

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Me viene a la memoria una escena de la cual fui testigo hace ya años. Fue en el sur de Perú, en una ciudad cercada por la selva, cerca de Ayacucho. Pocos meses atrás un grupo de encapuchados había incursionado en esa población y había terminado con la vida de casi todos sus integrantes. A un costado de la ruta por donde pasaba mi colectivo, un grupo de hombres y mujeres hacía fila frente a un hombre que tecleaba a duras penas sobre una desvencijada máquina de escribir. Cuando pregunté quiénes eran, me explicaron que eran los únicos sobrevivientes de esa matanza y que ahora habían juntado valor agrupándose frente a un notario, que habían mandado desde Lima, para dar su testimonio de lo que les había pasado. Su aldea ya no existía, muchos de ellos habían tenido que emigrar a poblaciones cercanas, habían perdido sus casas, sus hijos, sus cosechas, sus maridos y vecinos y la única posesión que les había quedado era el recuerdo latiendo en un lugar invisible entre sus ojos y su alma y la necesidad de contar pulsándole la lengua. Mirando esa escena pensé en el valor insustituible de la palabra humana, en ese carácter maravillosamente mágico que ella posee y en su capacidad infinita que permite, cuando es enunciada, volver a reconstruir desde la nada lo que los perpetradores se han llevado: árboles, casas, rostros, miradas, gestos, historias.
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Me quedé observando a ese grupo de sobrevivientes preguntándome por qué hacían lo que hacían, por qué se empeñaban en hablar y decir si ya nada tenían y era más que improbable que el Estado les brindara alguna reparación por lo padecido. Sus seres queridos no volverían de la muerte y sus huertos habían sido irreparablemente diezmados, porque para ellos esa comarca era ya tierra maldita. Sin embargo, al mirarlos, no pude dejar de pensar en el valor que las palabras poseen, en el poder reconstructor que ellas tienen: al relatar, al contar, al decir “esto me ha pasado” “esto me ha sucedido” esos hombres sabían que ellos, los ausentes, fugarían acaso por un instante de la prisión de éter en el que la muerte los tenía cautivos y, junto con la enunciación de sus nombres, volverían, tal vez por un instante, las formas que alguna vez tuvieron sus casas, sus templos, los caminos que unían sus moradas con sus lugares de cultivo, el territorio puro que alguna vez habían habitado y compartido en vida. (…)

Dejar constancia
Rubén Chababo
Septiembre de 2009
http://www.memoriaabierta.org.ar/encuentro_archivos/index3.php

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